JOSÉ VALDIZÁN AYALA
Cada día constatamos que los políticos apenas pueden ver más allá de las próximas elecciones de abril de 2021 y muchas veces nos sorprenden con propuestas precipitadas, luego del último tweet recibido en su Iphone o Android.
Sin embargo, nadie es ajeno a esta vertiginosidad: se revisa el celular más de 100 veces al día y estamos inmersos en una total distracción digital. Se actúa en segundos, las redes sociales explotan con informaciones inciertas y los medios de comunicación no escapan a lo efímero de sus noticias y los fugaces comentarios de sus conductores. Vivimos pues en la era de la tiranía del ahora: es hoy o nunca.
Esta realidad virtual se ha agudizado con la pandemia. Durante meses una masiva campaña mediática nos ilusionaba con avisos esperanzadores y conferencias de prensa diarias, en las que se ofrecían más camas de UCI en los hospitales y la vacuna salvadora a fines del 2020. Vana ilusión. Una clase política ensimismada por la pandemia y sin reacciones hizo lo que había aprendido: tuitear y tuitear para sobrevivir en la virtualidad, sin pensar en el futuro. Cada día una nueva historia sea gestada en el Palacio, en el Congreso o en los medios.
El principal problema de hoy es que los gobernantes y los políticos continúan con sus decisiones y promesas de corto plazo para atender las demandas sociales sin una visión del futuro (nueva reforma agraria, uso de los depósitos de la CTS, reforma del sistema de pensiones, bonos soberanos, reformas policiales, entre otras improvisaciones). A pesar de la crisis, aún no se ha tomado conciencia de que la planificación a largo plazo importa ahora más que nunca. Si los miles de peruanos fallecidos por la Covid-19 son solo cifras estadísticas y no el resultado de una política pública nefasta en muchos sectores, entonces no habremos aprendido casi nada y eso será una tragedia a corto plazo.
En una sociedad democrática no solo se debe actuar para el aquí y ahora, sino debemos respetar los derechos de las generaciones futuras.
Somos conscientes que nuestra realidad de hoy es consecuencia de las decisiones y acciones de los presidentes Toledo, García, Humala, Vizcarra, Sagasti, todos nacidos en la generación del baby boom (1949-1968), a excepción de Kuczynski (1938). Entre esta generación y los gobernados, en su mayoría los pertenecientes a la generación Y (o millennials, nacidos entre 1981 y 1995) y la generación Z (1996-2010), existe un abismo intergeneracional. Éstas han heredado una sociedad signada por la desigualdad, la corrupción y la violencia.
No obstante, las dos recientes generaciones se identifican por su emprendimiento, innovación y dominio tecnológico, pero también por su irreverencia. Los nacidos en la era digital o muy próxima a ella son muy creativos, con una alta adaptabilidad a nuevos entornos laborales y la búsqueda de nuevas salidas profesionales, inventando sus propios empleos. La inmediatez de su pensar, hablar y actuar es también una característica innata en ellos, aunque esta cualidad, tal vez sea una de sus debilidades. Los millenniales y la generación Z demandan transformar el mundo a la misma velocidad en la que actúan, pero los políticos ´baby booms´ con sus tweets y sesiones en WhatsApp solo han copiado una moda, pero sin una visión ni actitud para el cambio.
En el pasado, los estados colonizaron territorios lejanos para obtener provecho de ellos, hoy los gobernantes colonizan el futuro de los mandatarios con sus planes y programas de desarrollo con metas inmediatas, hipotecando el porvenir de los hijos y nietos de las generaciones Y o Z, como si estos hombres y mujeres no fueran a existir, como si el futuro no fuera de nadie.
El filósofo australiano Roman Krznaric en su libro The Good Ancestor (The Edge, U2, 2020), propone que las nuevas generaciones, superando su actitud hacia la inmediatez, deben tener la capacidad de concebir y planificar proyectos con un horizonte muy amplio, tal vez de décadas. El pensamiento ´catedral´ de Krznaric se basa en la idea de las antiguas construcciones medievales, como la catedral de Canterbury, donde la gente comenzaba a construirlas y sabía que no las verían terminadas en el transcurso de sus vidas.
De igual modo, los peruanos de las recientes generaciones deberían plantear el pensamiento Machu Picchu. Corresponde a las jóvenes comprender lo vivido en los últimos cincuenta años, y plantearse la construcción de un Perú para mediados del siglo XXI, con servicios básicos de salud y educación, con agua, electricidad e internet y con un empleo digno para que los 40 millones de peruanos alcancen su potencial y gozar de una vida plena en igualdad de oportunidades y sin discriminación. Estos son los derechos fundamentales por los que las nuevas generaciones deben luchar para que quienes lo sucedan lo recuerden como la generación del bicentenario.
